INTROITO
“…frecuentemente subordinamos los valores del espíritu a los valores utilitarios y no hemos conseguido, con toda nuestra riqueza, crear una atmósfera propicia donde puede prosperar esa planta delicada que es un poeta.”
Alfredo Palacios
Senador Argentino.
21 de noviembre de 1938
Los cuentos de Quiroga se inician con discursos referenciales que ubican al lector en la voz omnisciente del narrador de manera instantánea. En sus narraciones breves todo está calculado. Es parte de su imponente técnica: “Nunca comiences un cuento sin saber dónde va a terminar.”, parece decirnos desde el más allá cuando apenas comienzas adentrarte en sus piezas. Ese marco referencial reinante en toda su obra cuentística no es otro que la selva, específicamente, Misiones en Argentina. Esto se debe a que la narrativa quiroguiana está íntimamente ligada con los hechos fatídicos de su vida - nítidamente descritos entrelíneas con abismal naturalismo – acaecidos en su entorno de San Ignacio donde llegó a desempeñarse como Juez de Paz y Jefe de Registro Civil, posición que le permitió conocer pormenores de la vida humana y animal de todo lo que circundaba la casa que hizo con sus propias manos.
Toda su obra, tal como la describen sus estudiosos, es un círculo perfectamente cerrado repleto de claves que ayudan a desentrañar el misterio de su vida huraña y solitaria marcada por la muerte de seres muy queridos por quien quizá fue brutalmente incomprendido en su labor creadora. Tragedias familiares no exentas de increíble dolor y acalladas por silencios sepulcrales: La muerte de su padre en jornada de caza, victima de escopetazo accidental por mano propia; el suicidio de su padrastro, enfermo y parcialmente paralizado tras accidente cerebrovascular, que llegó a presenciar en el momento justo del disparo por entrar en la habitación; el deceso de sus dos hermanos a causa de la fiebre tifoidea; el asesinato accidental de su mejor amigo de juventud - mientras Quiroga limpiaba un revólver que debía estar descargado – previo a un duelo a muerte para salvar una afrenta literaria hacia el finado fraterno; las extrañas circunstancias del suicidio de su primera esposa y madre de sus dos primeros hijos, posiblemente a causa de una discusión celosa por parte de los cónyugues, hecho que le llevó a dejar su casa en la Selva – repleta de fantasmas - por algunos años; el abandono de su segunda esposa, quien se largó a Buenos Aires llevándose a su hija pequeña – tercer vástago de su progenie – que además le dijo al irse que jamás volvería a la Selva; y el progresivo desinterés de las vanguardias literarias hacia su obra que, muy probablemente, aceleró el deterioro físico de su férrea voluntad acallada por la desdicha que – finalmente –somatizó en un cáncer incurable ante cuya noticia decidió por la muerte adelantada en forma de suicidio asistido.
El conjunto de sucesos biográficos - y quizás otros tantos que jamás podrán conocerse a detalle - hacen que ése narrador omnisciente que reina en sus cuentos sea un reflejo de la visión del mismo autor - despersonalizada, por supuesto – de su propia vida signada por las desgracias: el narrador omnisciente se hace a ratos equisciente y asume el yo del sujeto protagonista para dar cuenta de los actos interiores en el fluir de la conciencia del actor principal en el relato – actos que no podría describir ése mismo actor - y, cuando se intensifica el drama descrito en la narración, esa voz se va haciendo selectiva, oscilante, pendular, preparatoria, cambiante, obligando a empatizar. De éste modo magistral, hace al lector también partícipe de los hechos, casi testigo, chismoso macabro morboso que es obligado a cuestionarse:
SI UN ÁRBOL CAE EN UN BOSQUE
Y NO HAY HUMANOS PRESENTES,
¿ES ESCUCHADO?
I
LA ENFERMEDAD Y LA SOLEDAD:
EL HOMBRE MUERTO
La narración en éste relato es progresiva y retrogresiva, se adelanta a lo inevitable – la muerte – y, al mismo tiempo, recuenta todo lo hecho por el protagonista como algo ya casi inexistente, inalcanzable y absurdo:
“Desde hace dos minutos su persona, su personalidad viviente, nada tiene ya que ver ni con el potrero, que formó él mismo a azada, durante cinco meses consecutivos; ni con el bananal, obra de sus solas manos. Ni con su familia. Ha sido arrancado bruscamente, naturalmente, por obra de una cáscara lustrosa y un machete en el vientre. Hace dos minutos: se muere.”
El protagonista tiene una visualización estática del paisaje, que le rodea, pero es la voz narradora omnisciente la que objetiva la reflexión interna que va realizando gradualmente el moribundo que al comienzo del relato cae sobre su herramienta con la que se abría paso mientras construía su futuro por espacio y tiempo de 10 años y que va – lentamente – percatándose que estará muerto en pocos instantes, teniendo como único testigo a su propio caballo, a la vez que escucha a lo lejos la voz de su hijo que angustiado le llama desde ése más acá que ya no podrá escuchar desde ése más allá al que va. El relato finaliza con focalización narrativa cambiada - de equisciente a omnisciente - del hombre agonizante al caballo. El momento de la muerte es señalado con el movimiento del caballo hacia el poste donde yace el occiso. Próximo al cadáver ya estaban la esposa y el huérfano con el lonche para el almuerzo. Obvia autorreferencia. La Sra. Quiroga y sus dos hijos.
¿Por qué llamaba tanto a la muerte? Seguramente, ya la presentía. Quiroga publica éste relato en 1920 y en el mismo parece ya advertir lo que será su propia desaparición física y la angustia existencial que heredará a sus hijos: cuando fue publicado, el segundo hijo de Horacio tenía 8 años. Su niña mayor, 9. Su primera mujer había muerto hace 5 años. En la obra de Quiroga se siente siempre que la presencia humana es insignificante – como la del varón humano en la crianza de los hijos, según la concepción de vida del autor – ante los designios de la naturaleza y la infranqueable dureza del destino. La Muerte camina a nuestro lado, enamorada de nuestra fragilidad, desde el momento de la concepción en el calor de los vientres. Y he allí el coloquio existencialista del cuento, quizás el primer relato que - aunque naturalista - puede bien clasificarse ya dentro de la corriente literaria que coronaría García Márquez, el realismo mágico:
“Pero entre el instante actual y esa postrera expiración, ¡qué de sueños, trastornos, esperanzas y dramas presumimos en nuestra vida! ¡Qué nos reserva aún esta existencia llena de vigor, antes de su eliminación del escenario humano! Es éste el consuelo, el placer y la razón de nuestras divagaciones mortuorias: ¡Tan lejos está la muerte, y tan imprevisto lo que debemos vivir aún!”
Para Quiroga, la vida es un dolor que la muerte compensa con el descanso y vivir, reflexionando sobre la propia vida, nos va preparando para el hecho biológico inexorable y definitivo de la propia desaparición física. De allí que se preocupase tanto por escribir cuentos para sus hijos – estoicamente - con quienes hacia el final de sus días tuvo tan amargos intercambios. La progenie se debatía entre ingresar con fuerza rotunda en la modernidad o abrazar la vida en el amor a la selva. Natura implacable, narración impecable. Personajes: El hombre agonizante, el machete – en cierto modo humanizado - , el caballo, el joven pasante que no le nota, el hijo y la mujer que apenas se menciona. Narrador: Omnisciente. Estilo literario: Naturalismo precursor del realismo mágico. ¿Visualizó Quiroga la soledad que le esperaba y su propia muerte acaecida 17 años después de la publicación de éste relato? Un ensayo no debe dar todas las respuestas, mas formular nuevas preguntas. Debe hacer pensar.
II
EL HIJO:
“Ama a tu arte como a tu novia, dándole todo tu corazón”
Quiroga es quien establece en la narrativa latinoamericana el rompimiento de la linealidad, la sucesión de hechos, liberando el poder de evocación espacio temporal de la palabra para las generaciones futuras de escritores quienes sí supieron apreciarlo como maestro indiscutible del cuento. Así, el asombro protagonista ante el accidente inverosímil - esperando siempre cualquier giro del destino que amenace con fallecimiento doloroso y trágico a lo más querido - no es más que una excusa para perfeccionar la técnica por él mismo creada. Éste es el motivo del relato. La fragilidad de la vida cuidada y protegida signada por la viudez y la orfandad: Se anuncia el desenlace desde la primera oración y, mientras vamos leyendo, aunque sabemos el final inevitable, esperamos que no sea cierto lo que ya vamos intuyendo.
EL HIJO es el cuento perfecto. Publicado primero en 1928 y, posteriormente, en 1935 para la antología narrativa MÁS ALLÁ, rompe todas las reglas estilísticas, ya rotas de por sí en EL HOMBRE MUERTO, salvo que acá se incluye – descriptivamente - el gradual proceso degenerativo del equilibrio psíquico provocado por una experiencia traumática que no puede ser afrontada salvo desde la pérdida completa de la cordura: el brazo alzado del padre en la nada, con la misma posición que llevaría si el muchacho no hubiese quedado enganchado en la alambrada, es el gesto definitivo del alucinado que sucumbe a la locura por el dolor que deja - en su fuero viudo - la ridícula y espantosa muerte por escopetazo del hijo que nunca regresó.
Según Darío Quiroga – hijo del escritor – el cuento se basa en una experiencia de su infancia: Darío – púber - tarda en regresar de una jornada de caza y Horacio – padre – corre desesperado en los alrededores temiendo lo peor. ¿Recuerdo del trágico accidente de caza de su progenitor – nunca conocido salvo a través de relatos - cuando sólo contaba Quiroga con dos meses de edad? Entonces, el acto de escribir se convierte – sin ninguna duda – en una forma efectiva de expulsar esas angustias del fuero interno. Y en ello, Quiroga fue un genio. Sin embargo, éste esfuerzo indómito de exorcizar tormentos puede convertirse en portal de nuevos espantos.
Hay algo mal en un mundo dónde los poetas parten voluntariamente con amargo desdén. Quiroga sucumbe al éxodo huyendo de rechazos amorosos - por oposición de los progenitores de la damisela - de su primera enamorada (María Esther Jurkovski - 1898). Luego de viajar por París y regresar en la completa bancarrota, comienza distintas correrías - entre las que destaca como fotoperiodista - y conoce en San Isidro (1908), provincia de Buenos Aires, a quien sería su primera esposa, Ana María Cires. La joven contaba con tan sólo 17 años y la diferencia de edades era escandalosa para los padres de la señorita. Cabe destacar que Quiroga se desempeñaba también como profesor de Castellano y Literatura en dicha localidad, y es ejerciendo ésta profesión que entra en contacto con la moza. En su experiencia como foto reportero, además, había recorrido Misiones - años antes, 1903 - junto a su tutor y padre literario Leopoldo Lugones y, posteriormente, aceptado un puesto burocrático en el lugar, ya encantado por la salvaje naturaleza. Tiempo después compra 185 hectáreas en San Ignacio. Hasta allí se traslada con su nuevo amor, tras el consentimiento de los padres de la dama, y tiempo después del matrimonio – destino feliz de ése romance prohibido por los padres de Ana María - traen al mundo 2 retoños a quienes Quiroga decide educar en casa. Los padres de Ana María también se mudan a San Ignacio, para cuidarle de cerca. Junto a estos se instalan además la madre de Horacio, viuda - Pastora Forteza - y su amigo Alberto Brignole, para colaborar con la adaptación de la aún adolescente y hermosa mujer. Quiroga quien fuese extremadamente tímido y huraño – según la alcurnia terrateniente local – construye su mágica vivienda frente al Paraná – río imponente - y se instala decididamente lejos de todo vestigio de modernidad. El escritor ya reconocido en esa época era visitado con frecuencia por sus amigos coterráneos literatos de la capital. "El destino no es ciego. Sus resoluciones fatales obedecen a una armonía todavía inaccesible para nosotros, a una felicidad superior oculta en las sombras, de la que no podemos aún darnos cuenta", años más tarde escribiría Horacio en su segunda novela PASADO AMOR.
Es muy probable que la Srta. Cires – ahora señora Quiroga – aspirase a otra clase de vida, menos agreste y algo más cosmopolita: aunque esto es virtualmente imposible en un territorio selvático, el venir de una familia de origen francés - además consentidora – incidiría en el carácter caprichoso de la mujer del escritor. Ana María Cires jamás se adaptó a la vida que le proporcionaba su marido. Quiroga, al ser juez de paz, muchas veces debía ausentarse por horas, incluso días, en esas distancias tan extensas del territorio selvático. Aunque no se sabe a ciencia cierta qué cosa provocó el suicidio de la mujer, se atestigua que sucumbió tras agónica hemorragia estomacal por beber solventes emulsionantes que Horacio utilizaba para el revelado de sus fotografías. Agonizó 8 largos días con el esposo a su lado, tras lo cual Quiroga decide desechar todas sus fotografías y enterrarla – para siempre - en una urna pequeña en su propiedad.
Existen incongruencias en el registro de éste suceso en los libros del Juez de Paz. La fecha fatal que se acepta oficialmente en la biografía del escritor dice que Ana María murió en diciembre del año 1915, pero los libros dan otra fecha escrita con otra caligrafía: febrero de 1915. Quien firma esos libros es el suplente de Quiroga en la notaría. Veamos el texto exacto:
En San Ignacio a los once días del mes de Febrero de mil novecientos quince ante mí Jefe suplente del Registro: Ramón Gozalbo de treinta años, soltero uruguayo, domiciliado en la localidad, declaró que el diez del corriente a las once de la mañana falleció en su domicilio la mujer Ana María Cirés de Quiroga. Tenía veinticinco años, era argentina, casada, hija de Pablo Cirés (fallecido) y de Ana María Laguzan de Cirés, francesa, domiciliada en la localidad. Leída el acta la firmaron conmigo el declarante y los testigos Pablo Allain (42), francés y Vicente Gonzalbo (40), uruguayo, domiciliados en la localidad y quienes han visto el cadáver. La causa de la muerte: hemorragia intestinal.
¿Por qué difieren las fechas? ¿Podría no tratarse de un suicidio? Los hermanos Gonzalbo eran amigos de Quiroga. Llevaban un emprendimiento de yerbatería (yerba mate) y destilado de licor de naranja. Pero, ¿por qué mencionar estos hechos en el análisis del relato EL HIJO que corona la práctica literaria del maestro narrador uruguayo?
Es conocido que la segunda esposa de Quiroga, María Elena Bravo, era la mejor amiga de la hija mayor de Horacio – Eglé – y que las relaciones entre la nueva familia y los hijos mayores no eran las más felices. El empeño de Quiroga de vivir en la Selva apartado de todo cosmopolitismo, le hizo perder poco a poco el amor de sus familiares. El amor a la Selva que atraviesa toda su obra literaria era inmenso, pero quizás mucho más intenso era el amor al recuerdo de su primera mujer - de quién casi no hace mención en su obra – y lo amargó para siempre. En una nota del año 2009 del periódico El Territorio de la provincia Misiones, Julio César Sanabria cuidador del cementerio donde ahora reposan los restos de Ana María Cires bajo una lápida marmórea quebrada y sin fechas, decía:
“Mi padre era amigo del escritor. Él lo visitaba en su casa del Teyú Cuaré. Sé que en esta tumba, bajo esta lápida, reposan los huesos en una urna pequeña ya que fueron traídos de la casa del escritor a unos kilómetros de aquí mismo. Pareciera ser que allí fueron enterrados en un principio y, transcurrido algún tiempo, fueron exhumados y trasladados hasta el cementerio”.
Posiblemente la Sra. Quiroga ya no quería vivir en la Selva y quiso trasladarse de regreso a su natal Buenos Aires llevándose a su prole consigo. ¿Se lo impidió Horacio? ¿Había un amante? Difícil saberlo. El pueblo entero guarda silencio de sepulcro. Entre el 16 de febrero de 1913 y el 29 de marzo de 1917 - según Onelia Cardettini en el ensayo HORACIO QUIROGA: Dos muertes inéditas y un mito - se interrumpe abruptamente la correspondencia de Horacio Quiroga con los viejos amigos de siempre: José María Fernández Saldaña, Asdrúbal Delgado, Alberto Brignole y José María Delgado. El más cercano a Quiroga en esos tiempos era José María Delgado quien murió en 1956. Sin embargo, vale la pena mencionar algunos hechos. Eglé Quiroga – la primera hija - se suicidó en el verano porteño de 1938, justo un año después de su padre; Darío – en quien se basa el protagonista del ya clásico relato - también se quitaría la vida en el verano sureño de 1951 y María Helena – la última de la progenie - también se mataría en el verano argentino de 1988. El único que desconoció con seguridad la fecha exacta de la muerte de su madre fue Darío, el hijo de Quiroga. Darío Quiroga visitó por última vez San Ignacio en Misiones durante el año de 1949. Durante esa visita, estuvo acompañado de Emir Rodríguez Monegal, también escritor y docente. Ambos se dedicaron a realizar una crónica sobre el estado de las ruinas de las misiones jesuíticas cuya finalidad era impulsar la restauración de las mismas. Darío escribiría entonces:
“Las paredes de la fachada del templo tenían (cuando vino mi padre por primera vez) más o menos el estado que en estos días muestra y los pilares de los corredores se conservaban en pie. Sin embargo, cuando el Estado tomó a su cuenta los trabajos de conservación, ya no quedaban pilares enhiestos y el frente de la iglesia mostraba la mitad de su altura original. (…) Debe aún tenerse en cuenta otra circunstancia. Las construcciones jesuíticas de San Ignacio tal como se encuentran ahora son los edificios en pie mas antiguos de la República.”(Publicado en la revista Cosas y Hechos de Misiones, julio de 1949).
Luego de ésta visita, Darío, el hijo varón de Quiroga, quien inspiró el relato clásico que nos compete, donaría gran parte de los archivos inéditos del autor al Instituto Nacional de Investigaciones y Archivos Literarios del Uruguay. Se ha mencionado la existencia de 30 cuartillas manuscritas de Horacio Quiroga legadas como crónica testimonio de la muerte de Ana María Cires y dirigidas a Darío. Emir Rodríguez Monegal da cuenta de la existencia del manuscrito, mas no de su contenido, con las siguientes palabras: “Otra leyenda, no menos inverificable, quiere que la muerte de Ana María no sea realmente un suicidio”. ¿Podría considerarse ésta noticia como un disparo accidental al bien amado hijo desde ése más allá décadas después del suicidio del autor de EL HIJO? Curiosamente, no existen fotos conocidas de Ana María Cires, salvo una. En el Proyecto para las Obras Completas de Horacio Quiroga (Bulletin Hispanyque, 1970) la investigadora francesa Annie Boule da cuenta de una fotografía que ilustraba un artículo de 1913 bajo el título SEDA Y VINO DE NARANJA EN MISIONES (Museo, Biblioteca y Archivo Histórico Municipal de San Isidro Dr. Horacio Beccar Varela). En ella está retratada Ana María, vestida de blanco, de pie, junto a su madre y al cura maronita Kassab, entre los hermanos Ramón y Vicente Gozalbo. La escena histórica fue congelada en el tiempo por el corresponsal en San Ignacio: Horacio Quiroga.
Lo que hoy se conoce como Museo Casa de Quiroga no es la construcción original, si no una restauración. La fundación original fue incendiada por los guaraníes en los años 50. En su “Decálogo del perfecto cuentista”, Quiroga enumera diferentes puntos claves a la hora de escribir un cuento. En el quinto, dice: “No empieces a escribir sin saber desde la primera palabra adónde vas. En un cuento bien logrado las tres primeras líneas tienen casi la misma importancia que las tres últimas”. Vale la pena recordar ahora, para finalizar éste ensayo, las primeras líneas del cuento perfecto:
“Es un poderoso día de verano en Misiones, con todo el sol, el calor y la calma que puede deparar la estación. La naturaleza plenamente abierta, se siente satisfecha de sí. Como el sol, el calor y la calma ambiente, el padre abre también su corazón a la naturaleza.”
EPÍLOGO
¿CÓMO ERA QUIROGA?
Cuentan los hijos de Marcos Kanner, dirigente comunero de Los Mensú que en 1936 cuando
“…se llevó a cabo el levantamiento de colonos rusos, polacos y ucranianos en Oberá, llegó la Policía a caballo a la casa de Quiroga en donde estábamos de vacaciones y lo llevaron preso detenido a Posadas a mi padre, seguramente como el principal agitador de los colonos… siempre que tiraban un cohete en Misiones, venían a buscar a mi padre y lo llevaban preso”. (EL TERRITORIO. Lunes 08 de julio de 2013. Edición digital)
Del escritor, diría el propio Kanner en una carta que logró la iniciativa de la reconstrucción de la Casa de Quiroga, hoy museo:
“…llegó a Misiones por primera vez con Leopoldo Lugones. Vivió después muchos años en su rancho que levantó cerca de San Ignacio en dirección al Teyú Cuaré. Después con sus manos levantó una casa de material sin estufa, sin baño. Tenía un bambusal al que por las tardes desde zonas lejanas visitaban miles de pájaros. Levantó un parque donde tenía clasificadas las plantas regionales y exóticas. Sabía muchas cosas. Se hacía sus canoas para largarse por el Paraná en largas remadas a favor y en contra de la correntada. Tenía una gran colección de orquídeas que conseguiría en sus viajes por la selva tan llena de sorpresas. Fui el que inició la campaña por la que una calle lleva su nombre que del pueblo llega a su casa. Fue en su casa, a la sombra del bambusal donde escribimos el proyecto que se presentó al Concejo Municipal reforzado por una comisión de amigos para sacar una resolución de concejales ineptos que ponían trabas. De la casa apenas se conserva la de material. Desapareció el rancho primitivo, el bambusal, el parque y hasta la fecha no se concretó nada para salvar los restos del naufragio.” (Ibidem)
Relata Lucas Braulio Areco - el recordado músico, folklorista, pintor y poeta misionero - que una vez fue a visitar a Quiroga junto al también poeta y periodista misionero Manuel Antonio Ramirez, por allá por el año de 1934. De ése encuentro quedó registrado para la Revista Folklore – agosto 1962 -, un breve pero bellísimo relato que da cuenta de la personalidad de Horacio. De ésa entrevista, el siguiente extracto:
“Nos contempló un momento y acalló a los perros. Sin alterar el gesto, con un leve ademán nos indicó que avanzáramos. Ramírez iba adelante. Yo lo seguía con nerviosa expectativa. Saludamos. El apenas movió la cabeza. Allí estaba el hombre. Habíamos tentado la aventura de verlo y lo conseguimos. Pero nos apabullaba su hosquedad y el silencio que enfriaba pese a la terrible temperatura.
Ramírez balbuceó una presentación:
-Venimos de Posadas, y queríamos conocerlo...
-Ajhá.
-Yo soy periodista y poeta, mi amigo también escribe, pinta, hace música...
Quiroga nos miraba con ojos profundos, fijos, como si no nos viera, sin embargo parecía ausente. No había pronunciado más que el asentimiento breve y cortante. Por fin murmuró con lentitud.
-Así que se vinieron de lejos para verme... Poeta... Poeta, Músico... Bueno. Mal oficio eligieron... Y ahora se van porque estoy ocupado muchachos.
Me pareció que dulcificaba el semblante al terminar.
-Ya me conocieron... Buenos días.”
Durante el año de 1934 y bien prolongado el año de 1936, Braulio Areco fue oficial de Policía en Misiones.
A mi padre, Nelson Enrique.
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