miércoles, 9 de enero de 2019

TE DE CAYENA PARA EL INSOMNE - O el porqué la Universidad no me entrega mi cartón (...y IV)

 
“Los amigos del barrio pueden desaparecer
Los cantores de radio pueden desaparecer
Los que están en los diarios pueden desaparecer
La persona que amas puede desaparecer…”

Charly García.



 

Una mariposa de enrojecidas alas naranjas verdiazulada olivada sobrevuela las flores rosas del jardín infantil mientras reviso éstas notas de colegio. El patio cercado por el aire y la luz solar limita con la pila donde se ha lavado la ropa desde que recuerdo. Sí, la casa de la infancia. Pasaporte hacia mundos oscuros y universos más claros sobre un tablero de ajedrez. Lepidóptero se esconde del calor solar bajo la platabanda blanca del lavadero y choca sin dudarlo con el concreto óseo. Como lo haría una idea. Insiste. Pero la platabanda no cede… Le impide alcanzar más elevadas alturas. ¿Confunde el color blanco de la pared del techo con la luz blanca, delicada ropa, de las ondas del Sol? Escapa al lavabo ante la curiosa mirada del gato amarillo. Sigue el sobrevuelo. A ras. A contrapelo. ¿Volará hacia el celeste por encima del tejado? Sí. Pero vuelve. Siempre vuelve. Degusta las flores. Liba el néctar. Sonidos de guitarras. Tres de la tarde. Las calles de mi barrio. Mi cubil de opio. Hora de la siesta. Recuerdos.



Obrar es recuento de todos los libros, películas, canciones, relaciones interpersonales y conversaciones sostenidas e inacabadas a lo largo de la vida, afán insano de disciplinar y ordenar el caos creativo que provoca largas sesiones de insomnio y angustia infinita, afán que todavía espero que al menos una sola persona entienda. ¿Se trata de un afán egoísta? No lo sé. Me ayuda a salvar distancias, a sentirme tranquilo, a justificar todas las veces que no estuve para cantar una canción de cuna que ayudase a dormir por las noches. 

 


 

 

Para todo neurotípico es un desorden psicológico, sin duda, el trabajo creativo. El concepto de obsesión compulsiva viene a colación cuando de cine se trata. Y es mi caso. Cinéfilo, melómano y bibliómano. ¿Cómo comenzó ésta obsesión? Siempre leí demasiado. Mucho. Tanto que mi madre se asustaba. Creo que en parte por ello me inscribieron en natación, para que llevase algo de Sol y aire fresco. La escuela siempre me resultó aburrida. Todo lo que decían en clases ya lo sabía por haberlo leído antes en enciclopedias: pasé la mitad de mi infancia metido en la biblioteca municipal. Las matemáticas nunca me costaron: descansaba de mis lecturas resolviendo ejercicios como quien hace crucigramas mientras espera en un consultorio ver a un psicólogo. 


Cuando mi viejo – profesor de educación física e historiador amateur – trajo nuestra primera VCR a casa, significó un profundo cambio para nuestra vida familiar. Creo que la principal razón por la cual compró éste mágico aparato era ese insomnio mío: Sólo en las madrugadas podía verse cine freak. Nunca me gustó ese cine que todos veían: grandes estrellas, muñecas de plástico, lágrimas de cocodrilo infinitas, príncipes azules, novelas mexicanas. Los juegos de mi hermana con las muñecas me resultaron mucho más interesantes en trama que toda esa basura ideológica yanqui: la tienes fácil en eso de darte cuenta que joligud es un gran aparato de ideologización y conquista cultural cuando creces con un retrato del Ché y Fidel en la sala de tu casa. Pero ese cine freak de la madrugada, ese que daban después de la Dimensión Desconocida o Hitchcock presenta, ese si era para mí interesante. Se asemejaba a nuestros juegos – los míos con mi hermana – en el patio. Recuerdo que solíamos recrear increíbles historias con entramados larguísimos que nos llevaban a dejar jornadas de juegos inconclusos que eran continuados el día siguiente. Nuestros padres miraban fascinados la armazón de bloques de legos y muñequitos esparcidos por toda la casa y respetaban el hecho que dejásemos los juguetes en los lugares más inverosímiles. Cuando mi vieja se enojaba y nos mandaba a recoger el desorden que sus ojos veían, me tocaba intervenir y explicarle el orden:

- Mamá éste que está aquí es el héroe protagonista que salvará a la princesa que se encuentra en la cueva del dragón que se ubica en las siguientes coordenadas de eso que tú llamas tu cuarto. Si recoges el pantalón, destruirás la geografía del lugar y nuestros protagonistas – el héroe y sus amigos – no podrán conseguir a la princesa que se encuentra prisionera en las garras del Leviatán. Ellos siguen éste mapa. Es estricto. Tenemos dos días jugando éste juego. Si levantamos eso que tú llamas desorden, arruinarás todo el trabajo que hemos hecho durante estos dos días. Ten paciencia, mañana, al final de la tarde, terminamos.

- Ok. Espero que así sea.





Cuando mi viejo llegaba, madre explicaba la situación y todo el set de nuestras películas personales infantiles quedaba intacto hasta el día siguiente. Nuestros juegos duraban semanas. Por eso nunca tuve muchos amigos en la infancia, nadie seguía el ritmo de la dinámica de imágenes e historias. Con la VCR pude ahorrarme trasnochos. Me convertí en un coleccionista de películas extrañas: compraba cassetes con lo de los desayunos del colegio y grababa lo que transmitían en la noche, dejando programada la video casetera. Luego, miraba al día siguiente lo que pasaban. En una de esas sesiones de grabación, conocí a Ed Wood. Nunca olvidaré los platillos volantes – literalmente platos de plástico colgados con hilos – que se movían frente a mí en el monitor. Siempre reía a carcajadas porque pensaba lo genial que era eso para jugar bien un juego: las cosas que Ed hacía eran como si alguien jugase con piedras, troncos, pedazos de lata, vidrios, ramitas, potes, tobos, cables y todos esos etcéteras tan de mi hermana y míos y luego los grabase en 35 mm y los proyectase a todos los que quisieran verlo. No era chartlonjeston y todo ese montón de extras explotados y toda esa paja bíblica aburrida del catecismo de la semana santa. Esto era real. Lo que importaba era contar la historia. Compartirla. Jugar con los demás. O hacer que los demás se imaginasen algo diferente. Y si él podía hacerlo, ¿por qué nosotros no? Cierto. No teníamos cámara en casa. Recuerdo que mis compañeros del equipo de natación –deporte que amé pues me salvó la vida ante ms dificultades respiratorias- eran casi todos gente bien acomodada y sus padres tenían esas cámaras de video pero sólo las usaban para grabarse chorradas caseras: Lo grande de sus tortas de cumpleaños y lo estúpido que se veían todos en cada aburrida parrillada, los antecedentes del selfie actual. Cuando los visitaba, veía eso que grababan –eran tan vanidosos e imbéciles, como todo burgués sobreestimado- y soñaba con Ed Wood. Compartía mis sueños con mis compañeros de clases, con mis vecinos del barrio, con mi primera enamorada. Nadie me entendía. Tan sólo tenía nueve años. Entonces, decidí escribir. Tomé un lápiz y en uno de mis cuadernos de segundo grado sobrantes del año anterior hice mi primer cuento sobre extraterrestres. Cuando lo leyeron en casa creyeron que lo había copiado de alguien. Eso me causó mucho pesar. 

 


 

 

Una de esas noches de grabación también descubrí a Stanley Kubrick. Fue un sábado de vacaciones. Mi prima –quien era mi mejor amiga– solía pasar con nosotros esos días. Ella y sus hermanos constituíamos la tropa familiar de juegos cinematográficos de los recesos escolares de agosto. Jugábamos horas. Con ella fabricábamos las tramas que no pocas veces imitaron esas rolas lowbudget de las madrugadas. Recuerdo que ella era educada en escuela de monjas y yo era hijo de comunistas. Tenía ella esta cosa de hablar con seres imaginarios: ángeles, santos y ese montón de muñequitos. Siempre me parecieron juegos que la gente juega. Autoengaños. Como los juegos de muñecas que jugaba con mi hermana. Imaginación. 

 


 

 El sábado que nos encontramos con Kubrick -2001: Una Odisea del Espacio- ¡PLAF! Tenía yo 11 años y ella 13. Nos quedamos estupefactos. Ella dándome la razón sobre mis cuentos de la historia del hombre y yo dándosela a ella por lo genial de los escenarios. En la mañana, hablamos con mi viejo. Nos contó que todo eso se había grabado en un galpón y que el truco era la luz y la cámara, pero sobre todo una buena historia. Pasaron los años. De todos nosotros, el único que se negó a abandonar los juegos fui yo. Me mantuve firme. Soñando. Quería contar historias. Me enamoré solo. De esto. Ese sentimiento me llevó a escribirlo. Todo. Lo que veía y cómo lo veía. Y comencé a llenar cuadernos. Varios. Luego, alguna vez cayeron en manos de maestras, profesoras… etc. Dijeron que aquello era poesía. Sin embargo, sólo estaba contando lo que no podía decir si no de ese modo: escribiendo. Porque aún no tenía cámara. Entonces, fue 4 de febrero de 1992. Y nuestra vida cambió por completo. Supe lo que mi padre hacía en las noches cuando se perdía. Me hice consciente de la lucha de clases porque viví el desprecio de mis compañeros por el sólo hecho de ser de piel mestiza. Por ser negro, pues. Negro e inteligente: Combinación peligrosa en esta tierra de gracia donde ahora hasta ser varón humano es motivo para segregacionistas. Y de pronto, ya no quería contar juegos. Quería contar lo que veía a diario. Eso de comer arepas con mantequilla y ñemas dos veces al día durante semanas. Un lujo en el presente. Esas ficciones tan reales que los medios de comunicación nos negaban a todos. Bueno, a casi todos. Primero como tragedia y luego como farsa. Y es que desde mi primer cuento -escrito a las 9 años– a mi primer periódico –dirigido a los 14 años– el objetivo siempre fue uno solo: salvar puentes, establecer ondas de comunicación que para mí eran imposibles de sortear en carne viva. Comunicarme con el resto parecía abrirme espacio y tiempo, ralentizaba el acoso escolar y me fortalecía en mi posición de mantenerme incólume centrado en mi mundo secreto, sin intromisiones ni direcciones ajenas a mi atesorada capacidad de asombro infantil acerca de un sistema de adultos que no entendía por captarla desde siempre como charca inagotable de hipocresía y mentira. Todo el mundo a mí alrededor me empujaba a ser “maduro”, crecer con rapidez, hacerme careta. Por tanto mi refugio siempre estuvo en el hecho creativo de la escritura, en el que me he mantenido cual barón rampante surcando bosques. Temprano me di cuenta que eso de esconderse en uno mismo no era suficiente para defenderse del mundo: había que buscar aliados que intuía estaban por allí, porque si sólo podía levantarme –aislado– junto a otros podía ser legión, fuerza colectiva, movimiento de movimientos. Terminé el colegio.



Unas semanas después de comenzar en la Universidad donde hice mi anterior carrera, mi viejo llega a visitarme. Llevaba su primera cámara de fotos y la primera videograbadora handycam. Grabamos naturaleza. Conversaciones. Caminatas. No chorradas turísticas, cosas serias. Me soltó la cámara y conversamos con la misma encendida. Recuerdo haber filmado a una paloma torcaza, muerta en el camino, vía a La Hechicera. Lo recuerdo muy bien porque esa noche de ese día agitado y de trabajo –es duro el trabajo de filmar– fuimos a ver AMERICAN BEAUTY de Sam Mendes. La bolsa en el aire, sí. Pero también la escena donde Rick Fitts graba a ese pájaro muerto y la chica le pregunta: ¿Por qué lo grabas? Eso acababa de vivirlo en la tarde. Alguien me hizo la misma pregunta. Y yo contesté exactamente las mismas palabras que escuché de boca de Rick Fitts: Porque es hermoso. Por ésta misma razón se corre el riesgo creativo. Para mi – en ese entonces- era trabajo serio de “servicio público”. Eso plasmamos  en aquel folletín universitario con nombre de mujer junto a un grupo de amigos. Sólo alcanzó a dos números, pero permitió establecer relaciones con compañeros de la pujante Escuela de Miedos Individuales de la Universidad  de Los Andes. De estas relaciones surgió la primera incursión en el ámbito de la realización audiovisual, el cual se constituyó en mi primer acercamiento antropológico a la realidad rural de nuestro pueblo. Éste trabajo me permitió vislumbrar que - tarde o temprano– el proceso comandado por Hugo Chávez y el pueblo venezolano, desviaría la ruta revolucionaria hacia trayectos ya transitados en nuestra historia: era urgente ahondar en la formación doctrinaria de nuestra militancia de base y en la mía propia. Desde éste primer fogonazo decidí que era absolutamente necesario llevar registro de los eventos que pudiese, relacionados con el proceso político acelerado de cambios que se sucedían en la nación y que estuviesen directamente relacionados con mi cotidianidad. 


 

De aquel periódico también surgieron relaciones en el plano literario que permitió la conformación de grupos de lectura y creación junto a quienes se realizó una serie de programas radiales que estuvieron al aire por espacio de dos años. Estos programas radiales se dedicaban exclusivamente a la divulgación de la literatura y la música venezolana y latinoamericana –incluso en vivo desde el estudio- aunque, por supuesto, siempre teníamos cabida para toda expresión humana literaria porque partíamos del carácter creativo inherente a todo homo sapiens ludens spiritualis: nuestro afán en esos grupos era colectivizar el conocimiento, la cultura, el saber y la poesía, de modo que el escucha pudiese tomar conciencia de especie junto a nosotros, los productores de estos espacios. También fundé junto a compañeros estudiantes un colectivo de intervenciones y performance cuya actividad se centraba en llamar la atención sobre el hecho colonizador academicista de la enseñanza mediante una propuesta estética ligada al informalismo como en una especie de reminiscencia de EL TECHO DE LA BALLENA. De esto quedó testimonio en el  folletín periódico.

 


Finalizando la carga académica de mis estudios universitarios (LETRAS / HISTORIA DEL ARTE), regresé a mi zona de infancia a hacer vida y pasantías. Pude recorrer el estado, conocer a sus pobladores en los distintos municipios que lo conforman. Esto alteró bastante mi percepción académica del concepto ARTE. Comprendí que la serialidad de la labor del artesano es una respuesta a las condiciones de vida que le impone el capitalismo porque en condiciones favorables el artesano no se repetiría mucho más que esos que se van a Paris y convierten el oficio en “cultura” con fines de comodidad personal avalada por falsos poetas y escritores llena-cuartillas en periódicos proabsurdos que incitan a la docilidad. Aunque en ambos casos los hacedores se apoyan en la extensión indiscriminada del valor artístico y del valor de uso, los diseñadores contemporáneos que se largaron a Francia  terminan sucumbiendo a la máxima “todo es valor de cambio porque todo lo bello cuesta”. Por tanto, al olvidar  lo importante, lo estético, lo bello en el acto creativo “artesanal”  que está en el rito demiurgico en sí, ese momento cero, concluyen que lo bello es el dinero: Es decir, zombies que como empresarios corporativos, ven el precio de la obra incluso antes que el mediocre hecho de ver el título que pueda encerrar al concepto expresado en la misma. Piense en la foto, a ver si nos entendemos. El interruptor de la cámara, quiero decir.

 


 

 

De ese recorrido pude compilar una serie de fotografías  relacionadas al  patrimonio intangible, vivo, natural, manifestaciones tradicionales, secretos culinarios y una cantidad considerable de personajes y cultores que estaban en una especie de anonimato. Por entonces, pensé en la necesidad urgente e ineludible de registrar audiovisualmente todo este tesoro y sacarlo a la luz de los habitantes de la región. Fue cuando comencé a encontrarme con las trabas del oficio del documentalista: la burocracia institucional, los bajos presupuestos, la falta de solidaridad y sacrificio en los compañeros de ruta, la incomprensión sobre lo importante de llevar a cabo esta tarea. Decidí que debía trabajar, ahorrar dinero, conseguir mis propios equipos en la misma medida que aprendía de mi pueblo su historia y sensibilidad, sin dejar de lado la actividad de registro. A lo Ricky Fitts. Entonces, pude realizar un conjunto de trabajos audiovisuales, docurreportajes sobre diversos temas:

  1. La buhonería y las consecuencias del desempeño de la economía informal en una ciudad encrucijada erigida sobre los mejores suelos agrícolas de la nación. No era más que una paradoja sobre las relaciones económicas urbanas en una Venezuela capitalista de carácter rentista.
  2.  La resistencia cultural identitaria llevada a cabo durante tres generaciones por los pobladores de un caserio, todo en el marco de un reencuentro de músicos y bailadores de tamunangue que volvían a la práctica musical luego de algunos años sin reunirse. No era más que una paradoja sobre las relaciones económicas rurales en una Venezuela capitalista de carácter rentista. 
  3. La resistencia cultural identitaria que pretendía examinar las causas del deterioro de las relaciones económicas de la nación utilizando como paradoja la celebración de los carnavales  de ese año.
  4.  Los problemas político organizacionales de la sociedad venezolana utilizando como paradoja el camino de vuelta a la liga de primera división del legendario equipo de fútbol local. 
  5. Los funerales más extraordinarios que haya visto el pueblo venezolano a raíz de la caótica y vertiginosa circunstancia de la desaparición física del Comandante de la Revolución de los Pueblos del Sur Hugo Chávez con un repaso a su "legado histórico" para defenderlo del olvido. Su propósito final era advertir al espectador militante del carácter socialdemócrata reaccionario y traidor que transitaría el gobierno del siguiente presidente. 
  6. El desgaste de una revolución de papel que lentamente iba denigrándose a sí misma en parodia de lo que fue en apariencia. La ensalada ideológica que proponía en un principio el líder de la revolución tuvo como consecuencia lógica ésta comedia telepolítica que sufre y padece cada venezolano que ha decidido quedarse a resistir la fantochada general que lidera el sindicalista cabillero a cargo del gobierno de turno.  

 

 


 

En resumen. Ed Wood – si los santos existen – es uno de los míos. Lo considero una víctima de eso que Susana Velleggia – en ese texto de connotaciones antimisoginísticas - describe: Ningún mercado interno, por más elevado que sea su número de salas y de espectadores, es suficiente si se trata de optimizar la inversión obteniendo la máxima ganancia e inclusive, en algunos casos, de amortizar los costos de una producción. Si bien esto es cierto, la era del coltán produce sus propios demonios. Y nunca me gustaron mucho los católicos. Así que sí… Nunca he obrado por dinero. No todo el mundo lo hace en estos tiempos tan de veroírycallar. Lo hago porque la realidad de nuestro pueblo es tan inverosímil como el guion escrito por los poderes establecidos con engaño. Eso es el cine: una mentira bien contada. Pero no. Miento. Cuando pienso en el cine pienso en esa fábula china del hombre compasivo. La citaré textualmente:

Una vez un hombre pescó una tortuga. Deseaba hacer una sopa con ella, pero no quería que alguien pudiera decir que él había dado muerte a un ser viviente. Encendió su fuego e hizo hervir agua en una olla. Colocó una pértiga de bambú encima de la olla a manera de puente y le hizo a la tortuga esta pérfida promesa:   

 - Si consigues atravesar este puente, te dejaré en libertad.

La tortuga no se dejó engañar por esta trampa. Ella no quería morir. De esa manera, poniendo toda su voluntad, hizo lo imposible: atravesó el puente sin accidentarse.

- ¡Bravo! – dijo el hombre –, pero ahora te ruego que regreses a tu punto de partida para ver mejor como conseguiste hacer esta travesía.

 


 

 

Entonces, ¿por qué escribir para la Universidad? Nosotros podemos cocinar. Por la crisis de la imaginación de nuestro tiempo, como denuncia J.D. Salinger en su The Catcher in the Rye, han convertido la lucha intergéneros en una bandera intolerante que distrae y desvía la lucha de clases. Trampas del sistema. Terminarán quemando libros en una plaza en Guadalajara. O como el caso de Alice Paul del Partido Nacional de la Mujer, la sufragacionista yanqui que durante el desfile de la victoria “democrática” de 1913 vetó a la periodista afroamericana antilinchamientos Ida B. Wells, no permitiendo el acercamiento de las mujeres negras del estado de Illinois a la celebración con el pretexto de “no puedes marchar junto a mujeres blancas”, dejando de éste modo a un lado -haciéndose la vista gorda- a la segregación racial de los derechos al voto como tópico generalizado antidemocrático en toda la nación estadounidense, incluso después de llegar a afirmar que el entonces presidente Woodrow Wilson -el creador de la Reserva Federal-  “daba la impresión de ser muy erudito, tolerante y respetuoso y que nos decía que hay que concertar la opinión pública para que las apoye la suficiente opinión pública”. No sé si me explico: el argumento de la lucha intergéneros no es ni nunca será calmante antinervioso de la lucha de clases que mueve la historia de los pueblos del mundo.

 


 

Hay otra fábula china, bastante genial para eso de describir la institucionalidad y demás parafernalias maternales tan psicotóxicas como un shot de H… Esa va de un dragón que casi fue pescado por bajar a bañarse a un lago frío como hielo. Fue herido en el rostro y casi pierde un ojo, por el atrevimiento. Pero siempre recordó la lección. Y al final, pudo echar el cuento. Como Ed Wood, obstinado hasta el final. En solitario. BlackJack. No. Fue un Bluff. Y al final, por dejar testimonio de lo hecho en aquel desandar audiovisual, sólo un camarada obrero me dio 360 BsF con los que me compré 3 cigarrillos que fumé mientras escribía esto. Bueno, San Ed Wood ganó 350 $ por su Plan 9. No sé porque pienso en Calimero.

 


 

 

¿Qué me enseñó toda ésta práctica que en cierto modo resumo en este libro? Para hacer una revolución no es suficiente mal recitar de memoria a los clásicos teóricos del marxismo mal leídos: Así puedes engañar momentáneamente a una nación que sólo lee periódicos amarillistas, pero jamás podrás engañar a quienes estudian el acervo histórico de esa misma nación desmemoriada a posta por los detentores del falso poder de las instituciones que sostienen  el sistema político económico rentista aparentemente reestructurado en una constitución para cuya redacción el pueblo en general tomó parte y ahora es ignorado. Por ello, el tipo de trabajo que realizo - hasta ahora – se enmarca en lo que puede calificarse como documental colaborativo y puede ser tomado como una ficción no ficcionada incitadora en ocasiones, salvo que los "actores" no son profesionales: todos los elementos que la ciudad, el barrio o mis zonas aledañas ofrecen con su luz natural, ruidos, reacciones son parte esencial del ritmo de cada plano y escena. ¿Qué quiero decir? Utilizaré las palabras de Fernando Birri, y con esto cierro éste preámbulo que pretende explicar mi trabajo documental desde las influencias y que ya raya en lo vanidoso:

“…en el latinoamericano se conjugan una serie de dimensiones del pensamiento, que son el resultado de nuestra propia historia. Por un lado, tenemos las raíces que, por mucho que hayan querido extirparlas, quemarlas, corriendo por debajo de la tierra vuelven a brotar. Y así, por ejemplo, hoy América Latina es una constelación de movimientos de liberación indigenistas. Por el otro lado tenemos el pensamiento inmigratorio, ya sea el guerrero, que vino con la cruz y la espada y la sífilis coloniales, o el pacífico, que entró sobre todo a partir del siglo pasado con arados, y que trajo también su filosofía del hambre y su líbido revolucionaria de justicia y, contradictoriamente, su líbido conservadora de ahorros pequeño-burgueses. Todo eso se junta en nosotros (…), es la aventura de un continente que después de quinientos años sigue siendo todavía nuevo y se puede permitir de manera no casual, no gratuita, entre otras expresiones, expresarse con un cine nuevo.” (Colombres, A. (2013). Pág.187).

 

           

Y Beba, gracias por el girasol, devolverme el sueño esa vez y aguantarme la charla. He aquí éste tomito sobre lo que quedó sin hablarse, tal como convenimos tras el café, sin despedidas.

A.





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